¿Reducir la jornada laboral o regular la inmigración? Una reflexión desde el sentido común
En los últimos tiempos se ha reabierto el debate sobre la reducción de la jornada laboral a 37,5 horas semanales. Una medida que, si bien busca avanzar en la conciliación y la mejora del bienestar de los trabajadores, no parece ofrecer una solución estructural a medio y largo plazo frente a uno de los mayores retos de nuestra economía: la falta de mano de obra en sectores clave.

Desde mi humilde punto de vista, antes de modificar el número de horas que trabajamos, deberíamos mirar con seriedad a otro frente mucho más urgente: la regulación de la inmigración. Hoy en día, hay miles de personas ya presentes en nuestro país que, por su situación administrativa irregular, no pueden trabajar de forma legal. Muchos de ellos tienen disposición, energía y ganas de integrarse en el mercado laboral, pero se ven forzados a sobrevivir con ayudas mínimas y sin poder aportar con normalidad a la economía y la sostenibilidad del sistema.
La realidad es que ya están aquí. Ignorarlos o dejarlos en los márgenes solo fomenta una economía sumergida, precariedad y exclusión. En lugar de eso, podríamos dar pasos hacia una regularización ordenada, permitiéndoles trabajar legalmente, cotizar y cubrir puestos que hoy siguen vacantes en sectores como la agricultura, la construcción, la hostelería o los cuidados.
No se trata de abrir fronteras sin control, sino de gestionar con inteligencia y humanidad una situación que ya está sobre la mesa. Regularizar a quienes ya conviven entre nosotros podría suponer no solo un impulso al mercado laboral, sino también una respuesta más coherente que simplemente repartir menos horas entre quienes ya están trabajando.
Es fácil tomar medidas simbólicas, pero más valiente y eficaz es mirar de frente a la realidad. En vez de crear nuevas rigideces laborales, preguntémonos si no sería mejor permitir que quienes quieren trabajar puedan hacerlo.